REVISTA ESPAÑOLA DE

Vol. 37, n.º 2, 200
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ARTÍCULO
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Un cálido adiós en una perspectiva luminosa

Alberto Anaya

  

En la primavera de 1964, menos lluviosa que la actual, hace exactamente cuarenta años, mientras me encontraba en la cátedra de Gilsanz dirigiendo al mismo tiempo su Laboratorio de Histopatología y la mitad de su Sala de Hombres, en permiso sabático de mi puesto como profesor en el Departamento de Patología de la Universidad del Estado de Nueva York, fui invitado por el Profesor Segovia a dirigir por cinco años el Servicio, luego Departamento, homónimo de una Clínica aún sin nombre que le había sido encomendada como singular experimento dentro de la Seguridad Social.

Cuarenta años son tiempo suficiente para comprender que si no se ha hecho en ellos nada memorable quedan escasas posibilidades de realizarlo. Pero el largo periplo que se inició en aquel primer quinquenio estuvo para mí cargado de incitaciones, a veces estériles y más a menudo fértiles. Nunca volví a mi puesto en Estados Unidos, pensando con cierta ingenuidad que en cinco años el entonces inexistente hospital español, substituido por una serie de «sanatorios», «clínicas» y «residencias», podría iniciar su camino con la ayuda de una Patología moderna, imprescindible a mi juicio, desconocida en España, y en la que yo había estado un lustro sumergido, desde que el mismo Profesor Segovia (conocedor de mis trabajos en la cátedra de Gilsanz y mi breve historial en el Instituto de Medicina Experimental, que dirigía Enríquez de Salamanca) me proporcionó una beca de investigación en la Universidad de New Jersey, en cuyo Instituto de Microbiología había pasado él un año.

Puerta de Hierro se convirtió en una aventura extraordinaria y cuando me jubilé, hace dos años, esta Revista, que fundé hace treinta y siete, me proporcionó un desenganche razonable de tan prolongada entrega. Pero nunca pudo ser otra cosa que un último servicio, temporal y breve, a la disciplina en que, con sacrificio de mi otra vocación, la clínica, he vivido inmerso, desde que como estudiante fui alumno interno del Profesor Sanz Ibáñez.

Como en «Los portadores de la antorcha», frente a nuestra Facultad, en la primera Ciudad Universitaria de Madrid, un vencido atleta reúne las pocas fuerzas que le quedan para alcanzar la mano del joven jinete que habrá de reemplazarle. Eso han sido estos tres años (dos y medio efectivos) de mi último paso por la Dirección de la Revista; he terminado mi vida pública como la empecé: trabajando entusiástica y gratuitamente para algo que, por hacerlo, me ha proporcionado algunos de los más felices momentos que recuerdo. Ni merezco ni pido agradecimiento alguno; el agradecido soy yo.

Pero no podréis evitar que al deciros adiós os asegure, recordando a Leibnitz, que vivimos en el mejor de los mundos; y aunque no lo queramos eso nos obliga. La disciplina que, como dedicación laboral, hemos escogido, está sólo al comienzo de sus posibilidades, particularmente en España. Y si es cierto que en tecnología marcha cada día en paralelo a las más avanzadas del mundo, que sus Servicios son espléndidos, que sus Congresos son magníficos, hay un territorio, casi inexplorado, cuyas glorias y sorpresas aguardan a quienes tengan el valor de hacer las escaramuzas necesarias, a quienes se quiten la venda de los ojos que hoy no les deja ver la magnificencia del terreno que pisan y parecen no querer dominar.

Porque esta es, más que ninguna otra, la disciplina médica por excelencia. Es verdad que sin los ritos semi-sacerdotales del contacto humano con el paciente, por otra parte admirables; y sin la gloria inmediata de la curación o cuando menos del ensayo terapéutico. Claro está que ambas son también características de la profesión médica; pero sea por la influencia anímica que todos los humanos ejercemos sobre quienes nos circundan, sea por cuanto a diario hacemos por sentirnos mejor, ninguna de ellas es exclusiva de los médicos. Sí lo es el conocimiento a fondo de la enfermedad, su definición general y su diagnóstico caso por caso. Y esa es exactamente la misión del patólogo.

Aunque haya graves disfunciones que matan, cada vez más cerca también de su revelación en nuestro microscopio, la enfermedad es en general definida por su forma; y por esta razón, para dar solidez a la estructura mental del médico se precisa saber morfopatología antes de adentrarse en sus consecuencias clínicas. Y la biopsia es el toque final de certeza en cada caso cuando se han agotado todas las suposiciones, basadas en inteligentes razonamientos. Y el último estudio, en cuanto a naturaleza y extensión de cualesquiera lesiones, no se cierra completamente si no puede realizarse la autopsia. Ni hay investigación, desde Morgagni, si no se confrontan síntomas y hallazgos morfológicos. Ni cabe un diálogo inteligente en el hospital si su referencia final no está en la opinión del patólogo, en sus hallazgos firmes o en sus sugerencias.

Durante muchos años los hospitales de España se caían de viejos, sin merecer respeto alguno de las gentes, aunque en ellos se concentraban las más altas inteligencias médicas del país. No había para ellos ciertamente dinero, pero siendo esto lamentable, la peor carencia que sufrían era la ausencia de diálogo general, los servicios aislados entre sí, la Anatomía Patológica, donde existía, dedicada en esencia a la realización de autopsias, por otro lado manifiestamente mejorables. Al día de hoy las cosas han cambiado pero no lo debido, todavía; el «Anatomía» que siguen contestando las secretarias revela indiscretamente que sus jefes han renunciado al papel trascendente que les corresponde, ligado en parte a la imagen que la disciplina da. La ausencia de Sesiones Clínico-Patológicas cerradas es la renuncia al único arma moral que el patólogo puede usar, sin permiso de nadie, para influir a fondo la vida intelectual del centro.

Pero no debe mirarse todo esto con el sentimiento negativo de la contemplación de un fracaso, sino con la alborozada esperanza del espléndido espacio todavía abierto a la conquista. Si hemos llegado tan lejos saliendo de la nada ¿cómo no vamos a saber que el futuro nos pertenece? Más allá de la forma en que nos comportemos respecto a nuestros deberes, de los triunfos o fracasos personales que obtengamos, la disciplina que servimos tiene el más sonriente de los futuros, sin perder nada de su importancia, como algunos temen, por los espléndidos estudios de genética o cualesquiera otros que puedan aparecer mañana. La etiología, aunque muy importante, no es la enfermedad, como el bacilo de Koch no es la tuberculosis. La lucha de los médicos contra la enfermedad se apoya en su conocimiento, en la patología. Y esa es por suerte la disciplina que los patólogos servimos.

El hospital de mañana volverá sus ojos hacia hechos que hoy ni sospechamos, pero sólo tendrá razón de ser si estudia y trata enfermedades y enfermos; en la definición de aquellas y el diagnóstico de éstos la patología será, como ahora, el elemento crucial; y es particularmente luminosa la visión de que, subiendo desde las salas de autopsia, sin abandonarlas, la vieja disciplina que hizo ciencia de la anciana profesión médica, entra hoy en el diario del hacer clínico, establece el diagnóstico de partida, controla la evolución, dosifica el tratamiento, llega al límite de la extensión, reconoce las complicaciones; y con todo ello asienta el saber médico en bases sólidas, facilita la comunicación fértil entre los profesionales, sienta las bases de su formación constante, desde la universidad hasta la muerte, facilita la autocrítica y, cuando se precisa, muestra de forma incuestionable su posesión de la verdad.

Es un lujo para quienquiera que dedique su vida entera a un proyecto profesional, poder al mismo tiempo ser útil a sus semejantes en el quehacer de cada día y, como parte de ese mismo trabajo, contribuir a la formación, a la ciencia, a la autocrítica y al diálogo permanente con sus colegas. Esa luminosa misión es el encargo-regalo que los patólogos hemos recibido de los dioses. No está desprovisto de esfuerzo ni de ocasionales sinsabores, pero su disfrute es tan sublime que, en mi cálido adiós, desde este puesto final en que tuvisteis la generosidad de dejarme estar por un tiempo, no se me ocurre cosa mejor que desearos; salvo quizá que, para bien del país, de la Patología y de vosotros mismos, completéis la singladura emprendida hasta sus últimas consecuencias.

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AGRADECIMIENTO. No podría separarme de la Revista Española de Patología sin agradecer, con el mayor cariño, todas las colaboraciones recibidas. De Ana Puras en primer lugar por invitarme durante su espléndida Presidencia a que intentara esta última aventura; de sus dos sucesores, que mantuvieron la invitación, de cuantos antecediéndoles hicieron posible que la Revista llegara hasta aquí; y de quienes estos años la han hecho posible con su ayuda, en particular los más activos en el manejo de los artículos, que número a número los han leído, juzgado y corregido; he de dar las gracias de modo especial a Ginny Desbrow por vigilar nuestro a veces muy defectuoso inglés; y pedirle disculpas por dejar su nombre cuando, como en número anterior, no pudo corregirlo por estar enferma. También he de dar las gracias, confiando que persistan en su empeño, a José Mari Rivera, hasta ahora Subdirector y a Marcial García Rojo, Secretario, insustituible en Informática

He de agradecer su valiosísima colaboración a los autores, cuyo trabajo es la materia prima de la Revista; y de entre ellos más aún a los Editores de Actualizaciones, un capítulo nuevo que enriqueció considerablemente la publicación. El presente número va casi por entero a color porque Jerónimo Forteza consiguió para ello el generoso apoyo de Roche.

Gracias en particular a los lectores, para quienes se ha hecho todo y de los que han llegado muchos testimonios de afecto. Y por fin gracias a la Editora, MacLine, en la que sólo he encontrado facilidades. José Antonio García Pérez y Ester Cascajero Guillén han transformado en realidad todo lo que se les sugirió. Si algo ha salido mal la culpa es solo mía. Confío en que la Sociedad les siga encomendando este trabajo.